¿ Legalizar el tráfico de drogas o mantener el prohibicionismo ?

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Ambas son alternativas que tienen externalidades negativas y cualquiera sea la conclusión, estaremos en el mejor de los casos, optando por la menos mala.
El punto es, ¿cuál es la menos mala?
Al menos de una de ellas conocemos muy bien sus consecuencias porque en la mayor parte del mundo -nosotros incluidos- el tráfico de drogas está proscrito y, por lo tanto, conocemos de primera línea los efectos de la denominada “guerra contra las drogas”.
En México las muertes por hechos de violencia ligados al narcotráfico se cuentan por miles sólo en lo que va corrido del año. Se han producido fugas masivas de mafiosos desde las mismas cárceles en concomitancia con las propias fuerzas de seguridad. La red de corrupción ha logrado penetrar al poder político y judicial. Todo esto sin contar la experiencia vivida por Colombia y las decenas de miles de muertos provocada por los carteles, el narcoterrorismo y las “guerras sucias” que llevan aparejado.
Por otro lado, pensar en la legalización no es un tema tan sencillo, empezando por que cualquier país que quiera legalizar las drogas deberá repudiar toda la normatividad internacional y atenerse a las consecuencias.
Las posiciones hacia las drogas en cuestión son paradójicas. Muchos de los críticos al neoliberalismo abogan por políticas neoliberales hacia las drogas, y, viceversa, muchos neoliberales apoyan el prohibicionismo. Hay sin embargo posiciones consistentes como las de economistas liberales y libertarios que apoyan la legalización.
Toda esta historia ya se había escrito a principios del Siglo XX, especialmente con la experiencia de la Ley Seca.

La experiencia de La Ley Seca

En diciembre de 1919 entraban en vigor en los Estados Unidos los efectos de la XVIII enmienda a la Constitución. El Estado prohibía la producción, la venta y la importación de todas las bebidas alcohólicas, e incluso tenerlas en casa propia: desde los whiskies más potentes a las cervezas más ligeras. Las consecuencias de aquellas medidas, "moralmente positivas", fueron desastrosas y contagiaron a todo el país, con distorsiones que llegan hasta hoy. De hecho, como la gente no se hace "virtuosa" por decreto ley, se organizó de inmediato una economía paralela: destilerías clandestinas, contrabando a escala industrial de Canadá y de México, apertura de cantidad de bares, también clandestinos. Según datos de la misma policía, en 1926, sólo en Nueva York los bares ilegales eran más de 30.000. Las mafias presentes en los Estados Unidos habían actuado con frecuencia hasta entonces a nivel de barrios. Con la ley prohibicionista se crearon poderosas cosche (grupos) -; nunca hubo tantos muertos como en aquellas guerras entre bandas - que gestionaban el tráfico de las bebidas alcohólicas. Estas, además, procediendo de destilerías clandestinas, eran a menudo de pésima calidad y provocaban a la salud perjuicios mayores que las "legales".

En aquellos 14 años creció y se hizo inextirpable la delincuencia americana que ha llegado hasta hoy. En efecto, cuando el prohibicionismo fue abolido, las mafias, ya muy poderosas, se dedicaron a crear salas de juegos, burdeles, producción y comercio de drogas, chantajes, secuestros. Y no sólo eso: apoyados en los inmensos capitales acumulados y en los acuerdos secretos con las autoridades durante el "régimen seco", prosiguieron y completaron la corrupción de la policía y de la clase política.
Hasta la promulgación de la ley prohibicionista, el americano medio había vivido en el culto de la ley. Pero entonces, frente a un Estado que brutalmente le impedía tomar una cerveza o un vaso de vino en una fiesta de familia, también el obrero, el empleado, el ama de casa cayeron en la la ilegalidad. Por su parte los jóvenes tomaron la ley prohibicionista como un desafío a su libertad; vieron en el Estado una especie de tía moralizadora e insoportable. Y así hasta los abstemios se pusieron a frecuentar los bares clandestinos.

Como siempre sucede, los propósitos de las "almas buenas", aplicados en otros tiempos, consiguieron el efecto bumerang. Los intentos, - al estilo Robespierre - de imponer la virtud (suponiendo, entre otras cosas, que el ser abstemio sea de por sí igual que ser "virtuoso"...), provocó en los años veinte del siglo XX, como ha sucedido en toda época, una inmoralidad jamás vista hasta entonces.

La tentación prohibicionista.

No podemos asociar las drogas como cualquier otro producto que se transe en el mercado. Requeriría por lo demás una estrecha regulación, acompañada también por políticas de prevención y rehabilitación adecuadas. Esto no es una tarea fácil, pero la considero más adecuada que dejar que el instinto prohibicionista se imponga.
El instinto "prohibicionista" está siempre al acecho. Hoy la ferocidad moralizante, arropada de óptimas intenciones ("¡Es por el bien de la gente!"), después de haberse desencadenado en la caza al fumador, ha comenzado ya la cruzada contra la obesidad. Después de haber llenado, como fariseos satisfechos, lo que no puede llenarse, de carteles No smoking, los puritanos de siempre nos controlan ahora el plato, nos cuentan las calorías, el colesterol, las grasas saturadas y no saturadas... Mientras que el prohibicionismo de América de los gangsters nacía sobre todo de motivaciones religiosas y moralizantes, ahora los nuevos cruzados no se preocupan ya de nuestra salvación, sino de nuestra salud física.
De ahí también la orgía creciente de imposiciones.

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