Terremoto, lumpen y orgullo

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Hacía ya bastante tiempo que había dejado de ver televisión, especialmente los noticieros, por considerarlos verdaderas fuentes de desinformación. Sin embargo debo reconocer que en estos días no me he podido despegar de la pantalla hipnotizado por la consternación que producen las noticias que además parecían empeorar cada vez más. Miro una y otra vez las imágenes como si fuese la primera vez y no puedo dejar de impactarme.

Valdivia, la ciudad en que vivo, no tuvo esta vez consecuencias de importancia, a pesar de lo seis grados y los cerca de dos minutos de duración, sin embargo, uno puede apreciar que los efectos expansivos del terremoto van más allá que las consecuencias puramente físicas y dejan al desnudo la verdadera naturaleza humana.

El lumpen de idiotas

El día sábado en la tarde siguiente al terremoto - cuando ya estaba claro para todo el mundo, que en nuestra ciudad no habían consecuencias - venía de vuelta de la oficina después de haber realizado el control de daños correspondiente. No me podía olvidar que mi señora me había encargado comprar unos artículos de tocador, cosa muy importante porque no me quedarían explicaciones atendibles ya que el día anterior se me había olvidado (y el anterior también). Ya ni siquiera el terremoto me podía salvar.

Un par de cuadras antes de llegar al supermercado pude apreciar una larga fila de vehículos y varios carabineros tratando de controlar el tránsito. Esta vez esto no iba a ser un problema para mí, puesto que en moto pude evadir fácilmente la congestión pasando entre los espacios.

Al llegar al inicio de la fila, me percaté para mi sorpresa, ¡ que se trataba de una fila para entrar al super!!.

Estacioné mi moto en un pequeño espacio y subí llegando al pasillo que daba a la fila de cajas. Desde allí pude ver una bullente muchedumbre y larguísimas colas que atravesaban los largos pasillos de lado a lado, llenos de carros repletos con mercaderías acomodadas en altas pilas desafiando incluso las leyes de gravitación universal y por sobre los cuales sólo se asomaban los ojos de de los clientes dispuestos y resignados a pasar probablemente las próximas tres horas en esa fila. En ese momento sentí el impulso de asomarme a la calle para poder ver el hongo nuclear o el meteorito cayendo raudo en su estela de humo y fuego para caer en la plaza principal, que pudiese explicar ese comportamiento colectivo, pero rápidamente lo deseché por su poca probabilidad.

Mi segunda reacción fue descargar mi furia interna, refunfuñando contra la estupidez humana y en una manifestación de rebeldía me negué rotundamente a atravesar las cajas para incorporarme a esa masa de “lumpen idiota”.

Me dispuse a ir a otro super con la esperanza de encontrar condiciones más favorables para realizar mi modesta compra. A poco andar me encontré con otra larga fila de vehículos la que nuevamente eludí, pero esta vez se trataba ¡de una bomba de bencina!!!.

Esta experiencia aumentó mi enojo, el que se calmó cuando ví que a mi estanque aún le quedaba algo menos de un cuarto de combustible. Cantidad suficiente para esperar el día siguiente cuando el “lumpen idiota” estuviese en sus casas descansando de las tres horas de fila en el super y de las otras tres en la bomba.

Después de recorrer otros dos supermercados con igual suerte, decidí enfrentarme al menos malo de los escenarios y me dispuse a elaborar mi mejor explicación para haber llegado a casa con las manos vacías una vez más.

Mi señora escuchó calmadamente mis explicaciones y mi larga perorata y sesudas conclusiones sobre la naturaleza humana. Una vez habiendo concluido mi larga explicación me dijo: “¿Y fuiste a alguna farmacia?”.

Obviamente uno no está preparado para este tipo de preguntas. Desconcertado y por qué no decirlo, salí calladamente y partí a la farmacia, logrando mi encargo en algo así como cinco minutos. De ida no podía dejar de pensar que cuando mi señora dio vuelta la cara, tenía algo así como una risa burlesca. Lo juraría.

Al día siguiente en la tarde, tendría la oportunidad de resarcir mi orgullo herido y me dirigí a la bomba de bencina. Esta vez ya no estaba la larga fila de autos y me congratulaba por mi lucidez, orgullo que rápidamente se desvaneció cuando al llegar encontré unas vallas a la entrada.

La situación era desesperada, la lucecita amarilla del indicador de bencina parpadeaba en un curioso ritmo parecido a carcajadas. Pero claro, eso sí es mi imaginación, porque las motos no se ríen. De eso estoy seguro.

En mi desesperación le pregunté a un taxista, que me indicó cuál era la única bomba que estaba vendiendo combustible en la ciudad. Muy preocupado, mirando alternadamente esa maldita lucecita y el camino, llegue a las cercanías de la bomba. Me puse al final de esa larga cola y así pasé las próximas tres horas….

3 comentarios:

Javier Bazán Aguirre dijo...

Vicente:
Me alegro que estés bien.

Acá en Viña del Mar, según me contó, las personas que fueron a los supermercado Líder y Santa Isabel, que compraban como si fuese el fin del mundo.

En fin, se dio una psicosis colectiva.

Un abrazo.

Angélica Mora dijo...

Mi compatriota Vicente, que alegria de saber, que pese a toda la tragedia te encuentras bien.
Es reconfortante en el dolor contactar a Javier, Maria Angelica, Cristian y tu estan ilesos.
Cariños

Angélica Mora dijo...

...me faltó un que en el anterior mensaje, pero, "que" importa.

 

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